De haber sabido que aquella noche sería la última, no se habría despertado jamás.
La madrugada del sábado a Ernesto lo despertaron las ganas de orinar. Apenas había logrado conciliar el sueño, cuando una punzada en el bajo vientre lo levantó. El licuado de fresa que preparó para la cena le estaba cobrando la factura.
Resignado, Ernesto aventó las cobijas, se puso las sandalias y de mala gana se dirigió al baño. Sacó su miembro del pantalón y lo apuntó al inodoro. La orina comenzó a salir, cristalina y no muy abundante. Pese a lo que Ernesto esperaba, la orina no parecía tener demasiado volumen. Sin embargo, el chorro no se detenía.
Los primeros minutos fueron muy angustiosos. Quiso contener la orina, pero ante cualquier descuido, la orina seguía su rumbo. Calculaba los litros perdidos, cuando su corazón dejo de latir. La piel comenzó a disecarse, como si se estuviese desintegrando. Al cabo de unas horas, Ernesto desapareció. Se había evaporado.
Evaporación espontánea (Jorge Murillo)
