En una llamarada de convulsiones me dijo que me quería al oído, y yo hice como que me lo creía. Nuestra pasión era ya el juguete roto de un niño de manos delicadas, había muerto de asfixia mil veces en los brazos de rubias efímerísimas, pero ella seguía en su empecinamiento de fingir ese estremecimiento barato suyo que tanto me saca de quicio. “Te quiero”. Apretó los labios vacíos, ardiendo contra los míos. “Te quiero”. Cállate, cállate, cállate. Respiré de la piel de su nuca y agarré con fuerza su pierna temblorosa. “Te quiero”. Me acordé de cuando nos buscábamos mutuamente, como animales. Yo la miraba y ella fingía no darse cuenta. Entonces clavaba más la clavícula, encendía más sus mejillas y empezaba a jugar con un mechón castaño. Suspiraba y reías, reías y me abrías a otra sacudida de puro éxtasis. Nos enamoramos sin darnos cuenta. “Te quiero” Tú ya no me quieres, hace tiempo que tu alma caprichosa devoró la mía.
El escozor de la nada (Alba Fernández Maldonado)
