Érase un “era” reflexivo, encerrado en cinco trazos de vida, condenado a la certidumbre del presente, hastiado de su inmortalidad.
Se sentía incompleto, anclado en el comienzo de todos los finales.
Maldecía sus días y sus noches, sepultado por el olor del papel y la oscuridad…
Odiaba su destino, esos llorosos barrotes de sepia perenne, óxido cicatrizado; odiaba la certeza de la indiferencia, odiaba mutilarse, vejarse, llorarse por dentro…
…donde las lágrimas hacen surcos en el alma.
Pero lo que más detestaba, la fuente de su desdicha, las cinco lanzas sangradas de desesperanza, era desconocer el final de los cuentos que escribía.