Los días que salía temprano de clase me cruzaba con un viejo que siempre conseguía sacarme una sonrisa. Era un viejo normal, pero tenía un detalle especial: caminaba tirando de un patinete con una cuerda. Puede que sea una nimiedad, pero me hacía sonreír. El viejo arrastrando los pies, con la espalda encorvada, tirando del patinete con la cuerdecita.
Cuando salía más tarde me encontraba al viejo de vuelta, esta vez acompañado por un niño que montaba el patinete y recorría la calle arriba y abajo a toda velocidad. Alguna vez instaba al viejo a que le subiera a la tapia para ver los gatos de un jardín. Entonces el viejo reunía todas sus fuerzas y entre gruñidos levantaba al niño sobre la tapia. Y el niño señalaba a los gatos y el viejo sonreía y el patinete con la cuerda esperaba sobre la acera. Y yo pasaba por su lado y sonreía. Pero un día salí temprano de la facultad y no vi al viejo tirando del patinete con la cuerdecita. Tampoco al siguiente. Ni al siguiente. Y dejé de sonreír.
El viejo (Irene)
