Estaba harto. Nada allí era lo suficientemente interesante o bueno; ni siquiera aceptable. Al despertar de madrugada en el frío sofá, sólo, aterido y apabullado por los machacones anuncios de la teletienda, tomó la decisión: «Me voy». No era una idea nueva, desde luego, pero ahora, en la perfectamente natural irrealidad del sueño que aún agoniza en el desvelo, supo lo que debía hacer: primero un dedo moviéndose en pequeños círculos, luego dos; poco a poco, hurgando y dilatando la piel, la carne, hasta deslizar la mano, el antebrazo, la cabeza y finalmente el resto. A través de su propio ombligo, desapareció en la nada y jamás nadie supo más de él y de su nueva inmensa felicidad. La televisión persistió.
Egocentro (Imanol Quero)
