Apagaron la luz. Poco a poco todo fue quedando en silencio. Colette y yo nos miramos furtivamente. Una vez más, fuimos acercando nuestros labios, milímetro a milímetro. Ya sentía el calor de su aliento, anhelaba su sabor, su olor a rosas silvestres que me recordaba la época en que éramos felices, y libres. Sentí el temblequeo de sus labios, el soplido de su respiración. Entonces escuchamos un ruido en la vecina galería. Nos fuimos separando poco a poco, con la resignación que da la costumbre. Cuando entró el guardia ya estábamos inmóviles, cada uno mirando en direcciones opuestas. Yo miraba el Rembrandt a mi izquierda. Ella el Callini a su derecha.
Dos que no se miran (Álvaro Morales)
