Leo paseaba despreocupado, pensando en sus cosas, aprovechando el día libre que tenía para resolver gestiones pendientes: «Ahora iré al banco, después a llevar el coche al taller y, luego, al médico; aunque quizá fuera conveniente ir a esto primero», se decía, mientras tocaba con cuidado la zona dolorida de su cabeza. De repente, advirtió que tenía sangre en la mano y se sentía algo mareado, hasta dudaba de si se encontraba en pie o no. Observó entonces que su ropa estaba rasgada, su coche empotrado en la entrada del banco y que él yacía en el suelo, junto a una bolsa llena de billetes, y a los pies de un policía que le apuntaba con su pistola humeante.
Día de asuntos propios (Esther Murillo Cano)
