Decidió detenerse en el umbral del debilucho puente trenzado con cuerdas de marinero que colgaba sobre un pequeño riachuelo donde los chiquillos simulaban las proezas de un marinero en altamar. Olía a pescado rancio y a amores vencidos. El titilar de unas lucecitas de vela en una de las casas era el único resquicio de humano. No parecía haber rastros mortales a aquella hora, salvo los ronquidos metasonoros de los ancianos en la pensión de Olivia; todos ellos lindando en los noventa, una edad en que la vida se reduce en pura evocación. Sólo las hojas y gajos de los arbustos se mecían al compás de viento. De pronto, Alex, quiso, tonto él que no lo hizo, echarse por la barandilla sin mirar atrás. Humedeció sus labios con un ligero toque de lengua húmeda y recordó a su amada en la cúspide de su mocedad, así, toda rebosante, con todos sus atributos de mujer bien puestos. Quiso llorar, pero ya de lágrimas nada quedaba. Sus ojos eran del tenor de un pétalo de flor invernal: oscuros y gélidos.
El destino (Jorge Peralta)

¡Bravo…!