Él, cuyo cráneo golpean hoy las olas, consagró su existencia a la belleza, porque intuyó que ninguna verdad habitaba más allá de sus márgenes. Y en esa sed de luz, se quedó ciego.
Pensaba que la vida, como el canto —lo dijo Dylan Thomas—, “es un acto de fuego y de cima”, y al sentir que le estaban vedadas todas las montañas, lanzó sus palabras como teas encendidas sobre los bosques y los mares. Sus palabras precipitándose como las saetas de un último arquero en pie sobre la guerra, pero herido de muerte; sus palabras abalanzándose como la perdida bandada de las aves que comprenden que nunca llegarán a ningún puerto y que no hay mayor gloria que la de morir cantando. Sus palabras incendiando los bosques y las olas. Su obra: pira inmensa, donde el hombre es silencio, es ceniza y es humo, pero a veces también, llama, único faro encendido en la noche del mundo, porque toda la luz que queda está en el fuego.
Él (David Rey Fernández)
