Una hija crecida afea a una madre joven más que la arruga más profunda. Me acostumbré a oírselo a madre desde que gateaba. Por esa absurda creencia comenzó, obsesivamente, a reducir mis raciones de papilla. Al ir cumpliendo años, entendí que algo no iba bien en su cabeza. Cambiábamos a menudo de residencia. En el último barrio, nadie dudó que fuera un bebé y, cuando me hacían cucamonas, lanzaba pedorretas y babeaba como madre dijo que hiciera. Este aspecto me abrió las puertas al exhaustivo conocimiento del hombre cuando cree que no le observan. Dejar de crecer me hizo concentrarme en mi mente. Pronto la cuna me pareció inmensa y decidí acomodarme en una caja de zapatos. Luego, fue mi cuerpo el que se me quedó grande y centré mis energías en desprenderme de él. Para mis experimentos, no lo necesitaba. Hoy estudio el cerebro desde dentro y creo que estoy a punto de encontrar el origen.
Tras el último ensayo, madre ha dejado de hablar y mira a todos lados con ojitos de peluche triste.
Creencias versus ciencia (María Sergia Martín González)
