—Dijiste: «Solo en una copa de vino», Rebeca… ¡Y has traído una botella!
—Tranquilo, Leo. Así será más fácil.
—Pero… ¡¿y nosotros?! ¡También estamos invitados a la cena!
—Esa es nuestra mejor coartada. Nadie sospechará si también bebemos… Pero tu copa y la mía estarán marcadas. Únicamente de esas habrás de beber, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Pero, entonces, morirán todos…
—Sí, así no tendremos que ocuparnos de posibles testigos ni de chantajes. No quiero repartir el dinero con nadie.
— ¡Shhh! Ahí viene el camarero —advirtió Leo.
Una vez servidas las bebidas, el presidente de la compañía dedicó un brindis a sus comensales.
— ¡Salud! —Se escuchó al unísono cuando el anfitrión acabó.
—Bebe, cariño, es un plan perfecto… —dijo Rebeca guiñando, cómplice, a Leo. Este le devolvió el gesto con una sonrisa. Bebió, pero enseguida quedó paralizado al observar detenidamente aquella mesa.
— ¡Dios mío, Rebeca, todas las copas están marcadas… menos la tuya!
—Sí, cielo, pasará pronto; traga despacio… —Sonrió.
Copas marcadas (Esther Murillo Cano)
