—La andropausia es peor que la kriptonita— me dijo mientras limpiaba sus lentes, empañando los espejuelos con delicadeza, no vaya a ser que algún resabio de poder provocara un tornado. Sentado en un rincón del geriátrico, Clark pensaba en los años en que para disimular sus extraordinarias capacidades debió actuar como una mosquita muerta. Y ahora, los bíceps flácidos, los pectorales colgando sobre un ombligo inexistente y la extraña enfermedad en su vista. Sus ojos se habían tildado y sólo veía nuestros esqueletos. Nos veía caminando, sentados, parados y en posiciones inimaginables. Solo yo le creí, y le aconsejé callar, pero él no supo hacerlo.
El gerontólogo diagnosticó cuadro de demencia senil.
Aquel día en el que al acercarle la medicación elogió el largo de mi fémur y ponderó la curvatura de mi pelvis, en donde, según él, los huesos ilíacos formaban el contorno de una bella mariposa, me enamoré. Entre besos afirmamos nuestro febril amor, pero nadie allí, pudo jamás vernos volar.
Confesiones de una enfermera (Lucila Adela Guzmán)
