Avanzaba sigiloso por entre las calles vacías de la ciudad dormida. Afortunadamente, nadie podía verlo; ni siquiera la Luna, pues yacía tras una nube espesa. Se había llevado el último aliento de aquel hombre y lo arrastraba en un murmullo desesperado
Había colaborado en su muerte. Ahora, vagaba con la cara y las manos aún salpicadas de sangre. La culpa y el remordimiento lo devoraban. Sin embargo, no le quedó otra opción. Después del salto, le obsequió con un golpe repentino para acortarle la caída y evitar, así, que aflorara el arrepentimiento propio de los segundos previos al impacto. El hombre se precipitó al arcén sin apenas poder olerlo. Y el viento prosiguió su viaje, lento y abatido, acumulando un nuevo pesar a sus susurros.