Cada noche, la mujer se quita las manos y las deja en la mesilla, entre el despertador y la foto de su exmarido. Le dijeron que así le durarán más tiempo, y ella adora esas manos: son diligentes, tocan el piano y no pegan a sus hijos; tampoco fuman ni beben. Desde que sustituyó las suyas propias por estas, se siente mejor persona, y aunque le costaron un ojo de la cara (siendo verde y sin dioptrías, bastó con uno), no le importa, se arregla bastante bien con el otro.
Sin embargo, hay veces que la mujer se enfada con ellas. Sucede cuando las manos cogen el teléfono y marcan el número de Ernesto para invitarle a casa a conocerlas, porque están deseando mostrarle lo cariñosas que son. Entonces, la mujer las regaña, les obliga a colgar el aparato, les explica que ella no puede hablar con su ex, no aún, no hasta que consiga una boca nueva: una boca capaz de pedir perdón, decir siempre la verdad y callar a tiempo. Luego calcula cuánto debe de valer una así y suspira. Quizás, un riñón.
Cambios (Asun Gárate Iguarán)
