Estaba tan duro que el cuchillo gemía. “Solo has hecho dos trozos, Mamá, y somos tres”, dijo Amelia. Ni ella ni Vicentín tocaban el pan. “No seáis tontos –sonrió Mamá-. ¡Yo comí el mío en casa de la tía Melita!”. La niña lo aceptó y comió, pero esa noche lloró por miedo, frío y por un hambre que nunca acababa; lloró como volvería a llorar al cabo de sesenta años al escuchar a su nieto decir: “¡Joder, Mamá! La abuela Amelia es una plasta. Lo único que hice fue tirar a la basura un cacho de pan”.
Un cacho de pan (Antonio Aguilar Martí)
