Pidió para cenar lo mismo que su padre: tortitas recién hechas con nata y caramelo, zumo de naranja natural y un bol de fresas con chocolate caliente. El vapor ascendía en largas ondas humeantes que se desvanecían antes de alcanzar el techo. Nunca había visto algo tan bonito.
Un par de bocados después, a su sonrisa ya asomaban los dientes manchados, mientras miraba hacia su madre sin poder creer en su suerte: era la primera vez que comía todos aquellos manjares juntos. Ella le pasaba la mano por el pelo con una ternura infinita, viendo cómo ambos comían: su pasado y su futuro.
Terminada la cena, se quedó profundamente dormido en los brazos del padre, que ya no tuvo valor para despertarle. Media hora después, el pequeño se revolvía en un sueño inquieto, casi premonitorio, en el regazo de su madre. Al otro lado del cristal, su padre recibía la última inyección.