Acababa de cruzar el arco superior de la palabra Gregorio cuando lo vi. Avanzaba con increíble lentitud, en diagonal, hasta que alcanzó el minúsculo plano horizontal en que termina la patita ascendente de la G. Allí inició un sosegado desplazamiento observando el panorama desde esa suerte de mirador. Luego se dirigió hacia la palabra “sueño”, donde comenzó a moverse intranquilo de la s a la ñ en un sube y baja que apenas se distinguía, hasta que lo vi apoltronarse en la tilde de la ñ y descansar un rato en la convexidad (quizá tendido de espaldas, pero no podía saberlo). Reanudó su tarea y en la última línea se enredó con otra S, esta vez mayúscula, y el asunto se volvió dramático. Iba a dar vuelta la página cuando advertí que sobre la S de Samsa se había armado un torbellino: el diminuto bicho subía y bajaba por ella alborozado, recién enterado de que las palabras por las que había estado errando estaban contando la historia de un hermano mayor, merecidamente célebre.
Artrópodo (Dagoberto Espinoza Chávez)
