En una habitación desconocida se halla un hombre. La habitación no tiene puertas ni ventanas. En su centro hay una mesa; sobre la mesa hay un revólver. Aturdido, nervioso, el hombre escudriña la estancia en busca de una suerte de trampilla, de una salvación oculta, sin éxito. Se lamenta. Grita, primero pidiendo auxilio, luego de manera irreflexiva. Se desespera. Llora.
Transcurre un tiempo indefinido. El hombre se calma. Divaga. Juzga su situación imposible; se convence de que todo es un mal sueño. Advierte que el oxígeno se agota. Realiza movimientos erráticos en derredor de la mesa, en silencio, la mirada fija en el revólver. Recuerda el precepto del «arma de Chéjov».
El hombre se complace en su razonamiento. «El revólver es el arma de Chéjov.» Llega a la conclusión de que si lo dispara, despertará. Coge el revólver. Amartilla. Deduce que el disparo debe tener un objetivo: se apunta a la cabeza. Respira. Aprieta el gatillo…
No ocurre nada. El tambor no tiene balas.