La lluvia martilleaba en los cristales de la única farola encendida, parpadeaba incesante creando sombras en las paredes desconchadas del anfiteatro. La pelota rodó desde la puerta principal al centro de la carretera. Un coche le cruzó por lo alto hasta que la lluvia la arrastró calle abajo. Cruzó entre la gente que se resguardaban en los portones, fue empujada por jóvenes encapuchados hasta el siguiente cruce, rodó casi invisible por aceras de fango y lodo. El río estaba cerca, cayó. Surcó olas de algas y bolsas podridas, chocó con ramas y algún animal muerto. La pelota sucia y arañada descansó plácidamente en un meandro satisfecha de la odisea sin percance. Entonces una mano de uñas negras lo despertó de su sueño: ¡Otra vez esnifando pegamento! – le gritó la voz ebria de alcohol – ¡Así no me vales! – lo zarandeó – ¡Levántate y ve a la puerta del anfiteatro a pedir, que hoy es Navidad! ¡Y no vuelvas sin dinero! – le gritó mientras le daba una colleja en sus siete años de existencia.
El anfiteatro (Nuria Ruiz Fernández)
