La oscuridad abandonó las formas que permitían crear un mundo propio y el resto de los sentidos quedaron difuminados entre negros pensamientos. Dejó de disfrutar los más agradables olores, los más suculentos manjares, el sonido de la mejor melodía. Alba dejó de sentir. Pero aquel neurocirujano, que devolvía la luz a los que sobrevivían entre tinieblas, se convertía en su única esperanza. Cinco horas de intervención y tres semanas de reposo, precedían a continuar la marcha por dos posibles senderos: el primero llano, iluminado, nuevo; el segundo, empedrado, oscuro y conocido. Sobre una silla de ruedas, Alba recorría el jardín hasta situarse en el punto más alto de la gran colina sobre la que se asentaba el imponente hospital. El médico comenzó a retirar el aparatoso vendaje mientras el sol parecía despertar al nuevo día y, con lágrimas en aquellos nuevos ojos que a partir de ese momento la permitirían volver a sentir, Alba pudo observar su primer amanecer.
El amanecer de las tinieblas (Esther Chinarro)
