El gato se colocó frente a su dueño usando esa templanza que asusta a todo aquel que jamás ha acariciado a un felino. Luego, el minino fijó sus sentidos en su amo (un ser estúpido que le daba alimento de vez en cuando) como procurando algo celestial más allá de aquellos ojos prietos, típicos. Al cabo de dos minutos el animal rechazó la mirada de su supuesto “líder” y resolvió echar un vistazo por la ventana. La ciudad se mostraba gris. Cork nunca había sido un buen lugar climatológicamente hablando, es más, para un gato común y sofista, aquella urbe irlandesa no era ni más ni menos que una prisión terrenal, un lugar lleno de carcas, individuos sin espíritu, hombres y mujeres que caminaban casi boca abajo a causa de sus expiaciones, de su cotidiano stress. Al fin, el mamífero doméstico se enroscó en sí mismo como si de un ritual ancestral se tratara y se dispuso a dormir un poco más. Jamás un hábito humano había conseguido templar su melancolía, su ansiedad de gato desleal.
Aire de gato (Alexander Vórtice)
