Así es como la veo marchar. No dice nada, tampoco hace falta, sus ojos hablan alto y claro, el portazo es ese adiós que uno no quiere reconocer, ese punto y final a la historia de una vida. La veo partir, llorando en silencio lágrimas secas, conteniendo dentro del pecho una pena que no voy a dejar escapar, a mi alrededor un vacío que se llena poco a poco de ausencia. Un pelo largo sobre el cojín, la taza de café aún manchada de carmín, el olor de su cuerpo envolviéndolo todo, el sonido de su risa grabado a fuego entre esas paredes. Podría seguirla, suplicarle que volviera, jurarle que jamás nadie la amará como yo, prometerle que todo será como antes, podría correr tras su estela y hacerle leer en mis ojos lo necesitado que estoy de ella, pero en vez de eso, camino tres pasos hacia la ventana y desde ahí, lo último que veo, es a ella desaparecer por la esquina; dejándome así huérfano de todo, hasta de la necesidad de vivir. Y tan siquiera el recuerdo de su voz al decirme «adiós».
Ni un adiós (Roser Amat Ochoa)
