“Yo no creo en las brujas”, sentenciaba entre risas mi prima Claudia. Mientras terminábamos de jugar a la canasta, Mercedes recogía las tazas y los platos sucios. Sabrina se apresuró a decir que ella tampoco, pero que, por las dudas, nunca dejaba las tijeras abiertas arriba de la mesa y guardaba prolijamente las agujas en el costurero, no sea cosa que a algún espíritu travieso se le ocurriera jugar con objetos peligrosos. “Pavadas, puras pavadas”, dijo Mercedes, mientras yo miraba cómo mi tapado azul se levantaba las solapas, se escurría silenciosamente del perchero y salía como un educado caballero inglés por la puerta principal.
Brujas (María Marcela Scelza)
