Allí estaba, desnuda y temblando. Me pidió que la abrazara con mi cuerpo. “Quiero quedarme a vivir aquí contigo”, dijo. Sus ojos, aunque cerrados, volaban veloces por dentro. Sus nalgas, heladas, me congelaron la noche. Demasiados “me disculpas un momento” para ir al baño. Excesiva adicción. Se durmió. La arropé y bajé a la cocina.
La había conocido esa tarde. Sólo sabía que se llamaba Sofía Castelló, tenía 32 años y era jueza. Sofía se presentaba en una web de contactos con su pelo recogido en un moño sujeto con un lápiz de Faber Castell. Tenía “charm” y leía a Kundera. Me propuso un trato, no a lo Benedetti, sino más bien a lo Bukowski: “te invito a una copa si me regalas tu libro “A siete besos de tu ombligo”. Cuando apareció y avanzó hacia mí se me empalmó el alma.
En la mesa de la cocina aún estaba el auto judicial que me había dado mi abogado de oficio. Busqué cuántos días me quedaban para ser desahuciado de mi casa. Leí: “… 20 días. Juzgado nº 3… Firmado: Sofía Castelló”.